lunes, 1 de diciembre de 2014

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 63 – Diciembre de 2014 – Año V
ISSN 2250-5385
Inscripción gratuita como LECTOR
si escribe a  zab_he@hotmail.com
indicando nombre y apellido, ciudad y país
(se le avisará cada nuevo número trimestral).

“Safo de Mitilene”
Mónica Villarreal (2014)
(Acrílico y tinta sobre papel, 22 cm x 30 cm)
Serie “Poetas Clásicos Griegos”

Sumario:
• Mario BLACUTT MENDOZA (Bolivia)
Gonzalo SALESKY LASCANO (Argentina)
• Calia ANDRADE (Chile)
• Alberto Julián PÉREZ (Argentina / Estados Unidos)
• Eva M. MEDINA MORENO (España)
• Edgardo DEVITA (Argentina)
• Al TIRADO (México)
• Jorge Oscar MOZZINO (Argentina)
• Lázaro David NAJARRO PUJOL (Cuba)
• Francisco Alberto CHIROLEU (Argentina)
• Ulises VARSOVIA (Chile / Suiza)
• Daniel Antonio SPINATO (Argentina)



MARIO BLACUTT MENDOZA

(La Paz, Bolivia, 1943). Poeta, novelista, cuentista y ensayista.
Economista de profesión con estudios en la University of Washington (Bachellor of Arts, Economics) y en la University of Oregon (Master of Science Economics), ha desempeñado diversos cargos públicos y es docente universitario y columnista del semanario paceño La Época.
Ha sido distinguido en narrativa por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), filial Rosario, y por “Punto de Encuentro” en Uruguay. En poesía, por la Fundación Givré (Buenos Aires, Argentina).
Para José Roberto Arze “Hay en él una combinación o simbiosis del creador y del analista, una combinación de la intuición y del razonamiento. […] me da la impresión de que es tan grande el peso racional de su creación, que a pesar de sus esfuerzos, el poeta no podrá matar ni disminuir al intelectual. Y, al mismo tiempo, el intelectual difícilmente podrá evitar la invasión espontánea de la metáfora y el impulso poético”.

Obras:
Cuento y relato: El independiente, ¡Tarijeños también…!, Cuando el Illimani se fue, La Luz de la Sombra (relatos cortos),
Novela: La flor de los cardos, Diálogos en la Morgue.
Poesía: Le rompieron el alma a la palabra, Interprosa, El Témpano de Fuego, La Orquídea Negra (Poemas: Juana de Ibarbourou-Blacutt), Duetos Sintéticos, Versos en el Espejo.
Ensayo: Relatos, filosofía y Borges, Un triángulo expresionista, Épica de la estética, El ser poético (sobre una nueva preceptiva poética), Épica del ser poético (sobre Historia del Arte), Brecht, Vallejo, Bécquer (tres ensayos críticos), Crítica de la Crítica (sobre una Nueva Crítica Literaria).
Por otra parte, es autor de diversas obras de carácter científico en materia económica.


EL TÉMPANO DE FUEGO
Mario Blacutt Mendoza ©

En el mar de las orillas sin fin
las aguas son azules de hierro

Las olas se encabritan
ante la fuerza terrible de algún quasar

Un témpano de fuego barloventa a sotavento
Contravira la inminente zozobra

No hay llamas que se prendan de llama
su fuego es quedo de rojo
con la textura de la espuma del acero

Todas las tempestades…

…huracanan en sus órbitas
El tifón de los mares danza
con el simún del desierto

El corazón del cosmos late
late una esperanza
cuando libre al viento

De pronto

una gotita de agua anuncia su presencia
en el maremagnun de fuerza y de misterio

¡Es una lágrima!

¡Es una lágrima!
de gratitud lanzada
por algún humano en proceso

Clarísima brilla en la tormenta
de las olas infinitas

El corazón del Cosmos palpita
Cada pálpito crea un nuevo universo

¡Una lágrima en el centro del Cosmos!

El témpano llora
como un diamante de fuego


DOS SOLEDADES
Mario Blacutt Mendoza ©

Toma el vaso en forma de cáliz, grande como un trofeo y adornos grabados en su tapa... es amarillo-naranja y en el crepúsculo parece alumbrar las aguas ansiosas del río que se apretujan, feroces, bajo el puente… mira a los horizontes, como pidiendo el permiso del infinito; con ademán calmado, destapa el cáliz reluciente y lo vuelca sobre las pequeñas olas que se congelan en pequeños garfios rutilantes… las cenizas, liberadas del sepulcro del vaso reluciente, bailan con el viento, en una ronda caprichosa de remolinos que se entrechocan entre sí, deseosas del privilegio de besar una sola partícula de la ceniza dispersa

El viento no quiere compartir la danza con los ojos ajenos y se lleva a las cenizas negro-grises debajo del puente… allí las seduce sobre las aguas amotinadas, en medio de los muros de piedra que trazan su lecho… el crepúsculo acude a la sombra para que no la vieran llorar… pero había hilos rosa que se deslizaban desde las nubes, como si cada una hubiera declarado que, mujeres, mujeres de verdad, no tenían por qué esconder la emoción... mira de nuevo la urna para recordar lo prometido tantas veces; la mira con devoción y con el recuerdo de lo que él tantas veces le había repetido:

De la muerte, que nada quede; pues algún día estará aquí; de la vida, todo; porque la muerte estará ausente. Lanza la urna al río, que sigue la senda dejada por las cenizas; protege las manos en los bolsillos del abrigo, el que habían comprado en el invierno primer… aquel invierno que los había encontrado juntos… camina con los movimientos que había aprendido en las meditaciones compartidas: calmos, vívidos, llenos de conciencia de vida… el río, de amarillo espeso, se queda aullando de dolor con el viento

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Llega al departamento, se quita el abrigo, abre la botella de whisky, sirve dos vasos, los pone, uno frente al otro, en la mesa, toma asiento en la silla que habitualmente era su lugar, alza la copa para hacer un brindis, dirigiéndose a la silla vacía, tan querida, desde la cual él le había repetido siempre:

La vida es con nosotros juntos
La muerte será cuando falte uno de los dos

La botella ya llega a la mitad, toma el frasco que estaba sobre la mesa y empieza a tragar, lentamente, una a una, todas las pastillas que había en él… cada pastilla restada del frasco tiene su trago arrancado del vaso… sus ademanes son de pausa lánguida, relajada, como si el brazo fuera autónomo… las luces, infinitas, de las lámparas, empiezan a parpadear y Beethoven desgrana el último coro de La Oda Inmortal. ¡Qué extraño! dijo, el canto a la vida viene a dar el último adiós a quien ha escogido ya la hora de la muerte

Empieza a sentir en su cuerpo, sus manos, suaves y urgentes; tiernas y fuertes; revividas, como si las aguas del río y la furia del viento las hubieran enviado de vuelta, en señal de secreta solidaridad… la silla se vuelve de aire para darle la sensación del regazo tibio, compinche querido del ritual único, del que nunca será repetido, del que sólo quedará el recuerdo disuelto en las noches plenilunadas... la somnolencia se hace más suave, pero más intensa al mismo tiempo; más acogedora y, por ello, más cómplice, no se sabe si de ella o de la muerte…

Juraron que ninguno estaría alguna vez, solo
Estar solo significaba estar separados

Si la soledad quisiera entrar en esta casa, no dejaría espacio vital para ninguno de nosotros, la dejaríamos sola

Una suave somnolencia la cubre toda, tal la caricia protectora que nunca le había faltado desde que se conocieron, hacía muchos años, cincuenta, para ser exactos… las lunas han degollado miles de noches desde la noche eterna en que se conocieron; la noche en que el destino unió dos destinos.

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Ella tenía 18 años y había tenido que aprender a aferrarse a la existencia, con la fuerza que lograba sacar de una pobreza espantosa. Noches llenas de noches y días plenos de soledad se habían sucedido en una caravana silente y mortal; nada había que esperar de nada ni de nadie; conoció el dolor y, como toda mujer admirada por todos los cosmos, lo usó para ser más digna, aunque siempre más pobre y sola… la soledad la rondaba por todos los ángulos dimensionales, en una tarea que el sino se propuso hacerla suya: regocijarse ante la lucha perdida de antemano, lucha entre esa mujer que pugnaba por mantener el nombre, por una parte, y el destino mismo que se empeñaba en hacer que la nieve acogiera al carbón, luego de haber sido brasa… finalmente, las arenas de los desiertos dejaron de ser hologramas centuplicados del sol y se convirtieron en multiplicados reflejos de una luna fría, astuta y vengadora… ninguna furia sobrepasa la furia que engendra la luna, una vez enterada de que alguien es luna-luna. Cuando los cometas le anunciaron que había una luna-luna en una nueva constelación, la luna lanzó su furia y reclamó la sangre que había dado para que los volcanes hicieran hervir la noche del planeta

Demandó al destino el reordenamiento radical de los aconteceres y que con ello rectificara el atentado; lo amenazó con ocultar el sol y evitar que el sino viera el desarrollo de sus designios si es que no cumplía con lo instruido; pero, cosa rara, fue entonces que se conocieron; precisamente cuando el dolor de vivir se hacía casi un imperativo para dejar de hacerlo… fue como si el cosmos desaprobara la dictadura de la luna y ordenara a las constelaciones que diseñen el momento feliz…

Una vez más había visitado el parque, el que tantas veces la había visto dialogar con nadie, para cobijarse en su sombra… fue entonces que había aparecido él; venía de contramano con la cabeza en alguna otra parte y el paso imperioso y mandón… tropezó con ella; la miró, recibió la mirada de vuelta; la vio vulnerable, débil, con la piel hecha esponja para absorber el dolor del mundo… la sintió temblar… la tomó de las manos en ademán protector, al sentirlas le preguntó por qué estaban tan frías y por qué parecía tan sola… ella no contestó; más bien bajó la mirada tratando de ocultarla… pero él no era de los que se rindieran ante el primer óbice; como si fuera un adivino de alguna constelación de lentejuelas plateadas, entrelazó sus dedos con los suyos y con una voz reposada le murmuró al oído:

Dicen que dos soledades juntas hacen la mejor compañía

Se alejaron en medio de la noche; las sombras, formando un séquito de siluetas vibrátiles, les abrieron paso… desde entonces fueron felices; desde entonces renunciaron a ser si el otro no era; desde entonces sintieron que el corazón les latía al mismo ritmo… la encontraron tendida en el sofá, abrazaba el abrigo que él había comprado para ella, el primer atisbo de humanidad que había recibido en su vida; en la mesita central había una carta, escrita con letra firme y alegre

... tal vez les parezca extraño, pero no muero de dolor por su muerte, pues su recuerdo hace dulces mis momentos. Muero por algo que podría llamarse la última expresión de lealtad: una vez que ustedes, hijos nuestros, ya tienen sus propios hogares consolidados, deben saber que si él ha muerto es desleal que yo viva; pues él fue la fuente de mi vida y yo de la suya, antes de que ustedes vinieran al mundo. Así, su muerte es la causa de la mía. No se aflijan por mí: fui feliz por cincuenta años; soy feliz en este momento, cuando decido internarme para siempre en la eternidad que tantas veces diseñamos juntos para vivirla.



GONZALO SALESKY LASCANO

Gonzalo Tomás Salesky Lascano nació en Córdoba en 1978. Ha publicado varios libros: 2011 (poemas y cuentos, 2009), Presagio de luz (poemas, 2010), Ataraxia (SE Ediciones 2011, cuentos y poemas), Cuentos por correo (Ediciones Osiris, España 2012).
Ha sido distinguido en poesía y narrativa, entre 2009 y 2012, en diversos certámenes literarios de Argentina, España, México, Venezuela, Estados Unidos, Colombia y Australia, con once primeros premios, tres segundos premios, dos terceros, un cuarto y un quinto, así como con veintiuna menciones, cinco selecciones, un accésit y veintidós posiciones de finalista. Fue jurado en el III Concurso Internacional de Poesía y Cuento "El Parnaso del Nuevo Mundo" (Perú). 


ROSAS ROJAS
Gonzalo Salesky Lascano ©

En la puerta del hospital de urgencias, donde estacionan las ambulancias, había una pelea entre dos hombres. Me llamó la atención porque solamente uno de los dos golpeaba al otro, que no caía al piso a pesar de los tremendos puñetazos que le aplicaban en el rostro.
Habían comenzado dentro de un taxi y bajado de él a los tumbos. Quien recibía los golpes ni siquiera sacaba las manos de sus bolsillos, como si en ellos estuviera protegiendo algo valioso. No ofrecía ningún tipo de resistencia, sólo buscaba evitar los impactos. Pero no lograba hacerlo del todo, y el que golpeaba de manera feroz —que por su ropa parecía ser el taxista— le asestó varias trompadas más hasta que el agredido, al fin, se decidió a correr.
Me pareció extraño que no hubiera intentado defenderse o al menos, alejarse cuanto antes.
Perdí de vista a los dos hombres y seguí caminando. Entré al hospital por una de las puertas laterales. Venía bastante apurado, como siempre. Iba a visitar a un pariente internado y sólo llevaba un ramo de rosas rojas en mi mano derecha.
Unos segundos después, sentí que me empujaban desde atrás. Trastabillé y casi caigo al suelo. En una de las galerías, cerca de la terapia intensiva, el mismo hombre que había recibido los golpes me tomó del brazo y con un arma pequeña apuntó a mi pecho.
Haciendo ademanes, me obligó a acompañarlo. No dudé un segundo. Estaba muy lastimado y de su ojo izquierdo parecía caer sangre. Su camisa blanca, llena de pequeñas manchas de color oscuro. Y sus dientes...
Corrimos un largo trecho. La gente se horrorizaba al ver su cara destrozada y el revólver que llevaba en su mano derecha. Parecía algo grotesco, un hombre desequilibrado corriendo al lado de otro que seguía sosteniendo, como si fuera un trofeo, un ramo de flores. No entiendo por qué en ese momento no pude soltarlo.
Entramos a un pequeño ascensor. Allí bajó su arma y me miró a los ojos por primera vez. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de color blanco, cerrada con cinta adhesiva, y me la entregó sin decir nada.
Al detenernos en el segundo piso, volvió a tomarme del brazo y así corrimos hasta el borde de un balcón que se encontraba unos pasos delante de nosotros.
Abajo, la gente había empezado a congregarse. Extrañamente, a pesar de todo, yo me encontraba tranquilo y seguro de que no iba a lastimarme. Algo en su mirada lo decía. Pero aún no llegaba a entender por qué me había dado la caja.
—No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
Habló como si estuviera leyendo mi mente.
No tuve tiempo de preguntarle nada. Acercó la punta del revólver a su garganta, debajo de la nuez de Adán, y disparó.
Se desplomó sobre mí. Y la sangre... ¡por Dios! Tanta sangre a borbotones sobre mi ropa, mis zapatos y el ramo de flores.
Me lo saqué de encima. Sentía vergüenza de pensar más en el asco que me producía ensuciarme que en la locura y el drama de ese pobre hombre.
En pocos minutos llegó la policía. Tarde, como en las películas. Sólo atiné a quedarme sentado, apoyado contra la pequeña pared que nos rodeaba.
Guardé la caja en el bolsillo. Tuve la tentación de dejarla tirada o de esconderla en el pantalón del suicida, pero preferí respetar su último deseo. Cuando todos se fueran, la abriría.
Ya en mi departamento, cerca de las cinco, aún no había podido almorzar. Seguía asqueado por la horrible sensación de la sangre caliente sobre mi cuerpo. Volvía a verla, manando con violencia, mojando mis manos y mis pies.
Me senté en el living. Acababa de llamar la policía para pedir algunos datos y ver si podía aportar algo más. De paso, me avisaron que el psicópata no había muerto todavía. Estaba muy grave, internado en el mismo hospital de esta mañana. Era prácticamente imposible que sanara o despertara, según el comisario a cargo de la investigación.
Sin embargo, algo me impulsó a ir a verlo. Para saber más de él o de su vida. Además, me tentaba la idea de dejar la cajita blanca de bordes plateados entre sus pertenencias.
Pero no iba a poder hacerlo.
Unos minutos más tarde estaba camino del hospital, por segunda vez en pocas horas.
Llegué a la sala de terapia intensiva pero dos oficiales me impidieron el paso. Estaban parados al lado de la puerta, uno de cada lado.
Me preguntaron si tenía relación con él, si era familiar o pariente. No quise decirles mi nombre, sólo contesté que lo había conocido hace poco tiempo. El más joven me dio el pésame por anticipado y me informó que podía quedarme por allí, para esperar el obvio desenlace.
Les agradecí. Di media vuelta y busqué la salida. Había sido un día bastante largo.
Después de subir a un taxi para volver a casa, tomé la caja y me decidí a abrirla. De una vez por todas.
Nunca hubiera podido imaginarme lo que contenía.
Tenía que entregársela a alguien. Pero no a cualquiera. Alguien que fuera capaz de llevar a cabo lo que la caja pedía.
Vi por el espejo retrovisor que el taxista había observado lo mismo que yo. Y supe que comenzó a desearla, con todas sus fuerzas.
Estacionó a los pocos metros, cerca del sector de entrada y salida de ambulancias, y giró hacia mí. Me exigió la caja y no quise dársela. Por eso mismo comenzó a golpearme. En el rostro, en los oídos, en el estómago… pero no la solté. La guardé en mi bolsillo, a salvo de todo.
Tratando de esquivar sus trompadas, bajé del auto. Sin saber hacia dónde iba, empecé a buscar al próximo destinatario.
Advertí que desde lejos nos estaban mirando. Era un hombre calvo, como yo, que parecía llevar algo pesado en sus manos.
Lo seguí. Enceguecido por el impulso de compartir con alguien especial el contenido de la caja, fui hacia la galería donde se encontraba. Aún sin saber cómo iba a convencerlo de que aceptara.
Se me ocurrió quitarle el arma a un guardia del hospital. Lo hice y corrí con todas mis fuerzas por uno de los pasillos. Mi corazón latía cada vez más rápido. La sangre ensuciaba mi camisa. Tenía el ojo izquierdo semicerrado y mis dientes…
Encontré al calvo y lo tomé del brazo. Con la pistola apunté a su pecho y lo obligué a correr junto a mí, para alejarnos de todo.
Nos refugiamos en un ascensor. Cuando bajamos en el segundo piso, casi sin aliento, le di la caja y le indiqué:
—No la abras todavía. Sólo después que me vaya. No cometas los mismos errores que yo.
No tuvo tiempo de preguntarme nada. Allí mismo, cerca del balcón, acerqué la punta del pequeño revólver a mi garganta y disparé.
Caí sobre él. Y mi sangre... por Dios, tanta sangre a borbotones sobre su ropa, sus zapatos y el ramo de rosas rojas que él seguía sosteniendo entre sus manos, como si fuera un maldito trofeo.



CALIA ANDRADE

Escritora. Comunicadora audiovisual. Ha participado en taller de cuento (Pía Barros) y taller de poesía (Jorge Montealegre). Su nombre completo es Claudia Valeria Andrade Carreño y reside en Santiago de Chile.
Premio extraordinario cuento de nunca acabar en el Concurso Internacional de Microtexto Garzón Céspedez por “Paraguas negros”; Mención de Honor en el II certamen internacional mundo palabras Microrelatos por “No molestar”. Seleccionada entre los cincuenta mejores cuentos en el concurso Santiago en 100 palabras 2013 y finalista de la antología karma Sensual 2013.
Fue seleccionada con proyecto Fondart Regional del Maule “Nato: dibujante del Maule que hizo sonreír a todo Chile, rescate de obra y trayectoria” (2012) y para las antologías “Voces sin fronteras”, Canadá; de poesía Circuito Cerrado (Geo & Negro Editores, 2012) y en Los Cuentos de la Abuela Amelia (“No molestar”), ediciones Asterión. También fue ncluida en la antología La Pereza Ediciones 2013 y finalista del VIII concurso Barco de Vapor editorial SM. Ha publicado “Micronemia” Ediciones Asterion, Abril 2014.
Sus creaciones se encuentran en http://almadetinta.wordpress.com/


LLAMADO DE ÁNIMO
Calia Andrade ©

Cuando se me perdió el ánimo tuve que recurrir a las viejas. Llegaron en calma, aunque yo hubiera querido que corrieran. Dijeron que mi ánimo venía volando, que lo esperara con la comida que me gusta, haciendo una ruma de cosas favoritas, con suficiente agua, con el cuerpo relajado en una postura cómoda; que oyera una música nueva, que bailara coreografías conocidas y me pidieron paciencia, porque venía regresando un poco lento mi ánimo. Dijeron que venciera la angustia y la desconfianza, me pidieron que recordara que solo estaba perdido, que no se había marchado, solo estaba un poco demorado. Que me quedara quieta y atenta, dijeron, que abriera los oídos, que levantara la vista, que cerrara la boca. Quemaron yerbas, anudaron paños, abrieron ventanas. Lo llamaron por mi nombre tintineando campanillas para ayudarlo a encontrar el rumbo. Volvió pequeño y tembloroso mi ánimo, casi invisible, apenas un puntito negro con alas minúsculas, agitándose cerca del techo. De no ser por las atentas miradas de las viejas (Que miran atentas porque ya no corren, porque ya van en calma) yo lo habría pasado por alto. Ellas lo atraparon para mí; lo amasaron, lo limpiaron, lo envolvieron, y lo repusieron en mi pecho para que volviera a disolverse entre mi carne.


PADRE VUESTRO
Calia Andrade ©

Se acuesta al lado de su pequeño hijo y lo cobija con ternura. Le besa la frente, acaricia sus mejillas, le sonríe con dulzura. Lo observa dormirse con una devoción que me sobrecoge. Es bello el espectáculo, sin embargo me entristece aunque trate de evitarlo. El hijo que contempla es el de la otra y nunca ha mirado así al nuestro.



ALBERTO JULIÁN PÉREZ

Nació en Rosario (Santa Fe), Argentina, donde se recibió de Profesor de Literatura. Continuó sus estudios en la New York University, en Estados Unidos, donde obtuvo su doctorado en 1986. Publicó más de noventa artículos en revistas especializadas de crítica literaria y siete libros de ensayos, la mayor parte en Ediciones Corregidor de Buenos Aires. Entre sus libros más recientes debemos citar Literatura, peronismo y liberación nacional (2014), La poética de Rubén Darío (2011), Revolución poética y modernidad periférica (2009), Imaginación literaria y pensamiento propio (2006) y Los dilemas políticos de la cultura letrada (2002). Ha publicado dos libros de narrativa: Melodramas políticos (2011) y La Maffia en Nueva York (1988). En la actualidad se encuentra escribiendo un libro de cuentos, al que titula Cuentos argentinos. Es profesor de literatura argentina e hispanoamericana en Texas Tech University. Pasa parte del año en Buenos Aires.


EL PINTOR DEL DOCK SUD
Alberto Julián Pérez ©

Carlitos Ballestrini había nacido en un conventillo de Espejo y Las Heras, en el Dock Sud. Fue a la escuela primaria “Jacobo Thomson”, en Valle y Montaña. Por las tardes, después de las clases, salía a pasear por la isla Maciel. Bordeaba el Riachuelo por Carlos Pellegrini. Le llamaban la atención los galpones y las fábricas. Se detenía a admirar el viejo puente transbordador, con sus líneas finas y estilizadas, que se levantaba junto al puente Avellaneda, más moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote que salía de abajo del puente abandonado. A los doce años, por curiosidad, entró en el museo de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro: los barcos anclados en el antiguo puerto, el buque incendiado, los estibadores cruzando por los angostos puentes con las bolsas al hombro, el flujo espejeante de las aguas contra el fondo humeante de las fábricas de la Isla Maciel, y su idea de la realidad se transformó. Antes pensaba que vivía en un mundo objetivo, limitado, una especie de cárcel sin salida, y al ver los cuadros de Quinquela entendió que el mundo era móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de improviso la intuición del tiempo, que hace, deshace y transforma los objetos, forma y quiebra los colores, difumina a los sujetos en el paisaje, licua el yo y lo deslíe en la obra de arte. Sintió que era posible vivir dentro de un mundo de formas y colores. Comprendió que iba a ser artista, pintor. La realidad se sostenía por los cuatro costados como se sostiene en el cielo un buque que vuela, y él podría cambiarla a gusto, con la habilidad de un prestidigitador.
Regresó a su casa y se puso a dibujar en una resma de papel que su mamá guardaba en un cajón. Dejó que su mano se deslizara por el papel en un brote súbito de inspiración. Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer ante sus ojos lo que había concebido antes en su imaginación. Había encontrado algo nuevo que explorar. Le gustaba aprender. Al rato se levantó y guardó todo. Su madre, Mariela, llegaría pronto.
Mariela era joven, tenía sólo treinta años. El padre de Carlitos los había abandonado hacía dos años. Trabajaba como obrera en una fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la Prefectura. Su hijo lo llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a dormir con ellos en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles indispensables: una cama matrimonial para la madre y una cama de una plaza para Carlitos, una mesa grande rectangular en la que comían y en la que el hijo hacía las tareas de la escuela, un armario donde la madre ponía las bolsas y latas de comida y su hijo sus libros y papeles, un ropero donde guardaban la ropa que tenían y los diarios viejos que Carlitos coleccionaba.
Juan Carlos, el marinero, era simpático y le compraba dulces y chocolates para ganárselo. Al chico no le gustaba que se quedara de noche, porque hacían el amor. Le molestaban los ruidos del elástico, y los resuellos que no podían contener y no lo dejaban dormir. También la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras ellos tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su madre a los ojos. Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la escuela. Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la costa del Riachuelo, el perfil de la costa de La Boca visto desde el Doque, el puente transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que alguien pudiera comprárselos. Ese fin de semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta, cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le dijo que los puestos de venta estaban todos tomados, que no se hiciera el vivo. Si no se iba la iba a ligar. Carlitos no le tenía miedo a las palizas, en el Doque los chicos le habían pegado muchas veces porque no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos del conventillo le pegaban también cuando lo veían distraído o lo encontraban haciendo sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían que se creía mejor que los demás. Pero allí era cuestión de encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si no se podía, no se podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música, de ropa, de comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores armaban sus tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes y turistas que pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en cuanto exhibiera sus dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió en un mercado de alimentos que funcionaba dentro de un galpón, en Pedro de Mendoza. Había verdulería, carnicería, almacén. Se sentó en un costado del almacén, y cuando llegaba un cliente, el abría su carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la tarde había vendido tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde el Doque, y había ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima, le preguntó si tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce, y le dio una lata de Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención fue el perfil de La Boca desde el Dock Sud. Los boquenses raramente cruzaban al Dock, y no se veían a sí mismos. Su dibujo proveía una perspectiva sorprendente. También gustó mucho su dibujo del edificio donde había vivido y trabajado el pintor Quinquela Martín. Era museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del mercado no habían observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
Durante la semana fue con su carpeta de dibujo a la costa del Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca. La observó con cuidado, en sus desniveles y sus colores. Imitando a Quinquela, empezó a dividir volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó con el bote y regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y ganó cuarenta pesos. Y más importante, un señor se puso a mirar sus dibujos y a hablar con él. Le dijo que era pintor y daba clases. Le aseguró que tenía talento, pero le faltaba aprender mucho. Lo invitó a que fuera a su taller, a conocer. Él le explicó que no tenía dinero para tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque, le dijo que le pagaría cuando lo tuviera.
De ahí en más, todos los martes y jueves por la tarde, después de la escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el maestro, que vivía en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde alquilaba dos cuartos, uno para su vivienda y el otro para su taller y escuela.
Pronto Carlitos se transformó en su estudiante preferido. El maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se buscara un nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era como la camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje a Quinquela. También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini, Balestra, más criollo. La Boca había tenido demasiados pintores italianos, hacían falta pintores criollos. La mayoría de los italianos, por otro lado, se habían ido de La Boca y del Dock, vivían todos en Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas negras del interior, bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un nuevo Dock.
Pasaron dos años y Martín evolucionó muchísimo en su arte. Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le compró una caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento. Decidieron un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana Martín volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido de fútbol, vendía sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista norteamericano le dio diez dólares por una acuarela. Se sintió rico y afortunado.
Su madre estaba muy contenta con Carlitos (no aceptó llamarle Martín). El marinero, que estaba casado, había dejado a su mujer y se había ido a vivir con su mamá. Carlitos los domingos le daba a su madre casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba una parte para él, para cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda. Cuando cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito. Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno grado del EGB, y le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela eran las clases de Verónico, el pintor. Habló con su maestro, quien le propuso irse a vivir a la casa de él. Era un inquilinato, y en ese momento había un cuarto desocupado. Le dijo que le prestaría el dinero para el alquiler, y que le pagaría con los dibujos que vendía en el mercado (su puesto allí ya era oficial, le decían “el pintor del mercado”) y además podía ayudarlo a dar clases de dibujo a los chicos que empezaban. Martín era un muy buen dibujante. Su uso del color aún no era perfecto, pero había progresado muchísimo. Aceptó. Su madre se puso muy contenta con el cambio también, quería empezar una nueva vida. Su hijo estaría bien en Capital, y para visitarlo en La Boca no tenía más que cruzar el Riachuelo.
Martín agregó a su repertorio escenas del mercado donde vendía sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de La Boca, la Bombonera y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a pintar temas del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa, la salida al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó escenas cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles del Dock mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca, y no fue a pintar a la calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto, de memoria. Las imágenes se fueron deformando y estilizando y le dio un sentido onírico a sus cuadros. No le gustaba el óleo ni el acrílico. Pintaba a la acuarela, con pinceles muy finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los detalles con un plumín y tinta china, superponiendo partes minuciosamente dibujadas, casi miniaturas, sobre los volúmenes de color. Estaba buscando su propio lenguaje, su estilo.
Su maestro tenía en su estudio una enciclopedia ilustrada de la pintura universal, que había salido en fascículos que vendían en los quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos. Martín pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas y leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho sobre la pintura y el arte en general. Se había formado en Rosario con Antonio Berni. Una vez lo llevó al Malba a ver una retrospectiva de Berni que lo fascinó. Martín, a pesar de su juventud (no era más que un adolescente) tenía gran sensibilidad social. Le dolía sobre todo la pobreza, en la que había nacido y veía siempre alrededor suyo.
Cuando tenía dieciséis años, su maestro alquiló un cuarto en un conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición con sus mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes. Martín colgó diez de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo día de la muestra fue a Caminito el crítico de arte de Clarín, Eduardo Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la fue a cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio, siempre lleno de visitantes y turistas, y entró de casualidad en el conventillo reciclado, muy llamativo y colorido, donde Verónico tenía su exhibición.
Cuando vio los cuadros de Martín no pudo detener una exclamación de admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el centro del cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años con grandes ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado su autorretrato). Tras el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la villa. En el centro de los ojos, en tinta china, Martín había dibujado una miniatura. Era una pareja de turistas norteamericanos que miraban el cuadro. El espectador insolente se reflejaba en los ojos desesperados del niño. Al otro día sacó una nota especial en Clarín sobre el cuadro, al que había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como pintor prometía. Era un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de Verónico, se dedicó a pintar para organizar su primera muestra personal. El periodista de arte de Clarín, Eduardo Carlucci, volvió a visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó por su vida, su formación. No parecía respetar a su maestro Verónico. Le sugirió que tratara de ingresar a una escuela de la ciudad, la más apropiada para su nivel sería la Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse. Si presentaba un buen portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a escribirle una carta de recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico era un envidioso y un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero. Estaría buscando encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata. Así era el mundo de la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una nena. Le llevó un cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día iba a tener mucho valor y le darían buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó que no era mala la idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le gustaba aprender y lo necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año Verónico del Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich. Le encontraron un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y era como un padre para Martín. Tres meses después había fallecido. Martín pensó que ese desenlace trágico no iba a impactar en su arte, pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un chico emocionalmente carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido una relación muy superficial con su padre, que casi nunca estaba en su casa (después que se fue, supieron que tenía otra mujer). El abandono fue duro para su madre. Martín se crió en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo habían salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guió en el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera. Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler. Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su alrededor se amontonaban los desperdicios.
Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad de dibujos y de acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico, en colores muy fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin parar. Los cuadros mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el Dock. Su paleta de colores parecía salida de los cuadros de Quinquela Martín. En el más grande de ellos había pintado una versión del cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto de la Cárcova, superpuesta a una imagen de las calles del Dock Sud vistas desde arriba. Era un cuadro originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló “Nuestra miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de figuras que se sostenían en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes grotescas de seres sufrientes: el Riachuelo y el Puente Transbordador volando sobre el Obelisco, con un hombre (que era él) colgando, encadenado al puente; Cristo volando cabeza abajo sobre el estadio de Boca, mientras en el campo de juego matan a un jugador y le arrancan el corazón; una niña de cinco años, esperando turno en una carnicería para ser sacrificada, ante la mirada anhelante de una señora rica que espera su parte. El horror y la soledad se confundían en su obra, junto a la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba la atención era sobre Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de unas casillas de la villa a una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que hacía de fondo de la composición. En el centro del cuadro, sobre la Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín tenía la mirada perdida y no respondía cuando le hablaban. Encontraron en una libreta un número de teléfono, pensaron que era un familiar, lo llamaron. Era el crítico de arte de Clarín. Fue de inmediato. Dijo que no se hicieran problemas, que él se haría cargo de todo. Le pagó el mes de alquiler a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en la cama. Salió y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que decía que Carlos Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único representante, y le cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El pintor percibiría a cambio el diez por ciento del total de las ventas. Le hizo escribir su nombre y firmar como pudo. Después llamó a la unidad psiquiátrica del Argerich y explicó la situación. Al rato llegó una ambulancia y se lo llevaron para internarlo. El crítico se quedó en la pieza organizando toda la obra. En el cuarto de al lado, que había sido el taller de Verónico, encontró varios cientos de dibujos y pinturas de Martín. Al otro día hizo venir una combi y se llevó todos los dibujos y pinturas que encontró. Lo único que quedó en el cuarto era la ropa vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó cuidadosamente el caso. Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido un ataque de esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron al Borda para que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su evaluación. Martín era irrecuperable. Mantenía su mirada perdida y se pasaba todo el día sentado, sin moverse. Había enloquecido. Lo dejaron internado en el Borda, con la intención de pasarlo después a un asilo para enfermos mentales, donde podría residir de forma permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de la pintura de Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista del hambre”. La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia del pintor adolescente fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la influencia de Antonio Berni, Quinquela Martín y del expresionista irlandés Francis Bacon. Carlucci hizo que un tasador profesional evaluara los cuadros. Consideró que el precio inicial promedio para una subasta pública debía ser de diez mil dólares por cuadro. Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del Malba a que hicieran una retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al museo. El Gobierno de la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios se deshicieron en críticas elogiosas. Más de cien mil persona visitaron la exposición durante los quince días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en un remate de la Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los concurrentes se mostraron entusiasmados. El precio de base de cada cuadro fue de diez mil dólares. El primero de los cuadros fue vendido en setenta mil dólares. El segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra miseria” para el final. A los cinco minutos de comenzar el remate el precio había subido a cien mil. Carlucci no podía de contento. Al concluir el remate el cuadro había alcanzado los trescientos cincuenta mil dólares. Lo adquirió un marchand local, comisionado por el Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar su colección permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció como marchand y representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su destino y la imposibilidad de que siguiera pintando creo toda una mística sobre el pintor del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró el “Artista social” del año y la Casa Rosada adquirió uno de los cuadros de Villa Inflamable para su colección de pintura. Ese año aparecieron numerosos artículos sobre su obra en revistas especializadas.
Carlucci se presentó en el Dock a la casa de la madre de Martín y le dijo que su hijo había dejado una pequeña fortuna. Dado su estado mental la madre era la curadora. Le correspondía la administración del diez por ciento que se recaudaba por la venta de sus cuadros. Un año después Mariela pudo mudarse a un departamento grande que compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín (o Carlitos) al asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el parque, mirando el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al mismo tiempo le agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la venta de los cuadros. Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un artículo suyo con la fotografía en la Revista Cultural de Clarín. Martín Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar de una manera original y única en su arte el horror de la miseria, del abandono y de la soledad de los pobres en la ciudad moderna.



EVA MARÍA MEDINA MORENO

(Madrid, España, 1971) Escritora. Licenciada en Filología Inglesa y Profesora de Educación General Básica por la Universidad Complutense de Madrid. Diploma Superior de Inglés en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid, y The Certificate of Proficiency in English por la Universidad de Cambridge. Tras el Período de Docencia del Doctorado en Filología Inglesa de la UNED, investiga en el campo de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea, trabajo que compagina con la escritura de su primera novela.
Premiada en el I Certamen Literario Ciudad Galdós por su relato “Tan frágil como una hormiga seca” (Editorial Iniciativa Bilenio S.L. 2010). Seleccionada en el V Premio Orola, en cuya antología se incluyó su cuento “Mi bodega” (Ediciones Orola S.L. 2011). También han publicado sus relatos en revistas literarias digitales e impresas de España, Hispanoamérica y Estados Unidos, como Letralia, Cinosargo, Otro Lunes, Almiar, Groenlandia, Narrativas o Solaluna. La revista de creación literaria La Ira de Morfeo ha hecho un número especial con algunos de sus cuentos.


REDADA
Eva María Medina Moreno ©

Íbamos con palos a terminar con el ruido traidor. Vimos a un niño escondido detrás de los contenedores de basura, con un reloj pequeño en su mano.
—Dame el reloj —le dije.
—Es mío, yo lo encontré.
—Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
—¡Libertad, libertad! —gritaban los aliados—. ¡Abajo los relojes, muerte a los relojes, muerte al tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
Mis manos se acercaron al niño, hacia sus manos, luego subieron al cuello. El niño gritaba. Rodeé su cuello con suavidad. Gritos más profundos. Las manos se desligaron de la mente, y ya no sabía si presionaba o no. La voz débil de su garganta infantil me contestó. No la escuché, seguí, seguí, hasta oír un cuerpo contra el suelo. Cogí el reloj, lo tiré, lo pisé, oyendo mi grito:
—¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!


LA ERRE
Eva María Medina Moreno ©

Un hombre escribe. Una hora, cuatro. En la pantalla, una «r». Sigue escribiendo. Las cinco, las siete. En la pantalla, una «r». Llega la noche. El cuello le duele, los músculos de los hombros tiran. Necesita un descanso pero sigue escribiendo. Mañana, mediodía, noche. Sólo oye el ruido de sus dedos en las teclas de plástico. «La historia fluye», piensa y sonríe. En la pantalla, una «r». La mira, desafiante. «Levantarme, huir». Pero el hombre sigue; sigue escribiendo.


RUIDOS NOCTURNOS
Eva María Medina Moreno ©

Me duermo. Los pensamientos flotando en una materia extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles salidas a nuevas ideas. La madera de los muebles se estira, se oye la carcoma, el cemento entre baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües, aplastan su cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que parece dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel se abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo. El ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más acuosa. Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila. Me levanto. Cierro grifos. Al acostarme, los ruidos cesan, hasta que ese papel que parecía desperezarse ahora cruje, liberándose de esa forma que le he dado.


UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS
Eva María Medina Moreno ©

Miro un escaparate. Los objetos parecen desnudarse, darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas, puñales de acero oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de un cuerpo; atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas. Cierro los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta.
Huyo. Ahora son los objetos de la calle los que mudan, atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros, cambiando de forma. La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al muro. El suelo se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para despegarlo de mis suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de la calle van entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega al muro como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y no puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared, suelo, presionan fuerte, aplastándome.



EDGARDO DEVITA

Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1958. Periodista deportivo de profesión y relator de fútbol, trabaja en medios de comunicación desde 1983, actualmente produce programas de televisión por cable.
Comenzó a participar de talleres literarios desde 1998, especialmente los dictados con el auspicio de la Municipalidad de Morón.
Su fuerte afición a la historia argentina lo llevó a escribir Imberbes: Esos estúpidos que gritan (De los cuatro vientos, 2005) y Los hijos del General (Macedonia Ediciones, 2010).
Con cuentos cortos ha ganado diversos premios y menciones y algunos de ellos figuran en antologías, como es el caso del presente cuento: finalista del Concurso Nacional de Narrativa de Tres de Febrero, 2009.


UNA PALABRA REBELDE
Edgardo Devita ©

Y de repente, una palabra abandonó mi texto. Saltó del monitor y se escabulló entre el desorden de mi escritorio. Yo estaba ensimismado en la trama que pretendía contar y me sobresalté, mi espalda se pegó a la silla y tardé unos instantes en reaccionar. La palabra —un adjetivo supongo—, abandonó el relato abruptamente, escabulléndose entre el desorden de mi escritorio. Me pareció verla incluso pasar por debajo del estuche de mis anteojos.
Inmediatamente comencé a revisar todo. Levante hojas, libros, lápices, el teclado. Hasta debajo de la lámpara miré; y nada. Volví a repetir la operación observando incluso bajo la impresora, y las cosas del mate apoyadas en el piso. Ni rastros.
Era imposible que una palabra pudiera perderse delante de mis ojos así como así, y sin embargo...
La prueba irreprochable de su ausencia, era ese agujero blanco que le había nacido a la oración, de la que la palabra rebelde formaba parte.
No había reparado en ella. Venía a buen ritmo de escritura y como es mi costumbre, esperaba corregir al terminar la idea. Tal vez haya sido por eso que se fue. Hay palabras que son más sensibles que otras y no soportan la indiferencia de su creador.
Pensé en llamarla tiernamente, como hace un padre con el hijo que se fue enojado a un rincón de la casa haciendo pucheros. Pero... no se me ocurre como nombrarla. Tendría que decirle: “Palabra”, “Palabrita”, “¿Dónde estás?” Sería inútil, nadie puede sentirse inducido a retornar a su texto paterno, si ni siquiera lo llaman por su nombre.
¿Adónde habrá ido? Me siento ridículo buscando tras las cortinas o entre la ropa para planchar, a un conjunto de letras cuya combinación desconozco. Como si estas tuviesen vida propia y el albedrío de resistirse a integrar una oración. Por lo pronto el sustantivo que acompañaba a la desaparecida, me empezó a mirar con mala cara como recriminándome su orfandad de atributos. Y yo lo entiendo, es como si le hubieran amputado la personalidad. No hay nada peor para un sustantivo, que no tener un calificativo al lado; por desagradable que éste fuese.
Ninguna palabra hasta hoy se me había rebelado. Eso suele pasarme con los personajes de mis cuentos, que a menudo se quejan del rol que les otorgo, exigiéndome —no siempre de buena manera— una participación más... protagónica o extensa, según el caso. Son los del sindicato los que les llenan la cabeza con esas ideas.
Uno los saca de la nada, les da un papel con el que en algún momento —aunque sea breve— acaparan la atención del lector, incluso hasta quedan en su memoria. Pero ellos no se conforman, son insaciables y exigen siempre más. A este paso el gremialismo va a terminar con la literatura
Las demás palabras que componen el texto seamontonaronunascontraotras en actitud deliberativa, dejando afuera a los espacios —que seguramente deben pertenecer a otro sindicato—. Rodearon el lugar que ocupaba su compañera, exigiendo su reaparición inmediata, bajo amenaza de no retornar a sus posiciones y arruinarme el escrito. Pensé en ponerme en duro, apagar la computadora y olvidarme del asunto; que rebelión ni rebelión. Pero eso no era lo correcto, mi psicólogo muy probablemente reprobaría estas actitudes evasivas.
Debo aceptar la situación y resolverla antes de que se me vaya de las manos. Si estas díscolas hijas del alfabeto deciden hacer causa común con su compañera y abandonan el texto, voy a quedarme sin mi historia y eso no puedo permitirlo. Un autor que se precie debe manejar el vocabulario, no al revés.
Me encuentro una vez más ante el viejo dilema de buena parte de mi vida, el qué hacer. Un escollo que siempre fue insalvable para mí. Cualquier cosa que intente cambiará el entorno, una de las posibilidades es que sea para bien. Una, sólo una de las posibilidades; sino todo sería más fácil.
Seré conciliador, no quiero problemas, nunca los quise, Por eso es que vivo en este mundo virtual de leer y escribir, donde el dolor es inofensivo y el conflicto siempre del personaje.
El adjetivo sigue sin aparecer, todos sus compañeros me miran a la espera de que solucione el problema, pero nadie —nunca hubo un nadie más grande que este— me siguiere aunque sea una mínima idea. Me las tendré que arreglar sólo.
Éste es el momento en que mi cuerpo toma conciencia de la situación. Mis tripas comienzan a pelearse ruidosamente, como dos nueras que se tienen celos. Me siento perdido, me pesan los brazos, la cabeza, la espalda...
Quisiera huir, subirme al primer avión que me deposite lo más lejos posible de todos los que me conocen, y por consiguiente pudieran reprocharme cualquier decisión que tome; hasta la más insignificante.
No es que haya bajado la guardia, me temo que nunca la subí. Por eso todos los golpes entran plenos, desgarradores, y un pequeño grupo de consonantes y vocales me deja sin reacción y de rodillas.
Él parece darse cuenta de mi desesperación y sale de vaya a saber donde, con la mano en alto, como en “el pido” de las escondidas. Nos quedamos mirándonos frente a frente en un silencio reflexivo. Le guiñé un ojo y el adjetivo que se rebeló a mi suerte pareció entender. Se trepó a la computadora con la misma envidiable habilidad con que había bajado, se sentó en el espacio que lo estaba esperando, y completó la oración.
Yo me apresto a replantearme toda mi historia una vez más. Toda, desde donde pueda.



AL TIRADO

Escritor mexicano, reside en San Miguel Allende (Guanajuato), México. Fotógrafo profesional y cine-documentalista, ha trabajado para revistas especializadas. Su nombre completo es Alfonso Tirado.
Obras:
Cuentos e historias cortas: Historias de rompe y rasga (2014).
Novelas: La dama del silencio (2009), Retrato de la vida (2012), Una vez más (2013), Más allá del destino.
Otros: Art in San Miguel (2009), San Miguel de Allende: A pictorial story (2009), Con un pie en el estribo (2012, memorias).


LA DERROTA
Al Tirado ©

Como todas las noches, desde hacía ya más de dos años, Ulises se metió en la cama cerca de las ocho de la noche. Vestía una descolorida pijama de color verde militar y una gorra cuartelera con una insignia de armas reales. Ansiaba continuar con la lectura de “Los Rescoldos de las Guerras Virónicas” de Farabundo Carpuso. Obra de consulta en cuatro tomos. Pléyade Editores. República de Paiva. Edición numerada No. 40, que tenía como favorita para la lectura del final del día.
Las ilustraciones que complementaban la importancia de los textos históricos, eran también materia de profundo estudio para Ulises. El nombre del artista que junto con Farabundo Carpuso recorriera la difícil senda de la creación de una obra de tales dimensiones, inexplicablemente se mantenía en el anonimato. Sin embargo se apreciaba en cada lámina, el inconfundible estilo de Gustavo Doré, el grabador francés que —en todo caso— también ilustró el Quijote y La Divina Comedia, por si la ilustración de la obra de Carpuso no hubiera sido suficientemente excelsa para darle la gloria merecida.
Gracias a su desmedida afición por la literatura bélica, había logrado sobrevivir a las primeras 247 páginas del tomo que se iniciaba con las guerras por la conquista de América. Ya desde niño mostraba esa inclinación por leer todo lo que tuviera a la mano, lo que causaba gran preocupación en su abuela, que por tenerlo a su cargo, se empeñó en quitarle el hábito. “Te vas a quedar ciego de tanto tener los ojos metidos en esos libros, niño.” le decía continuamente. Pero Ulises encontraba siempre la forma de hacerse de algún texto y de un lugar secreto a la hora adecuada, para leer y no ser sorprendido por las molestas advertencias de la abuela.
Con el tiempo, después de que se indigestara con todas las novelas por entrega habidas y por haber, lograba refinar sus gustos y concluía que el tema literario que le apasionaba, y que sería el único al que dedicaría el resto de su vida sería el de la guerra. Tenía ya cincuenta y ocho años de edad, siempre un hombre pacífico y rutinario, del trabajo a la casa, y los domingos a merodear los mercados de libros viejos, para escarbar con apetito voraz entre los estantes polvorientos en busca de algún título que lo transportara a alguna batalla, o a la vida de los militares ilustres. Los libreros conocían sus debilidades y con frecuencia le reservaban alguna obra interesante. Tarde o temprano llegaba el día en que encontraba algo valioso, y entonces daba por bien empleado el tiempo invertido en su búsqueda.
¿De dónde le venía la extremada inclinación por el tema de las armas? Era algo que nunca supo, pues no fue educado en escuela militarizada, ni tuvo ejemplos en la familia que hubieran podido inducirlo: Su padre, un campesino bastante bruto, una madre que nunca conoció y una abuela analfabeta.
Ahora, en la soledad de su habitación, viviendo los desiertos eternos de su viudez y sin hijos, no tenía quien se interpusiera en sus lecturas. Los libros se apilaban por doquier. Una vez que terminaba un libro, simplemente lo dejaba en cualquier lugar y no volvía a tocarlo, todo su contenido lo llevaba ya en la memoria. El desorden no le importaba, y nunca le preocupó combatir sus malos hábitos.
La obra de Farabundo Carpuso, a la que estaba dedicando con entusiasmo todo su tiempo libre, la encontró durante la venta de limpieza en una casa puesta a remate. Buscaba dentro de nutridos libreros, bañados con el polvo de por lo menos veinticinco años, que era el tiempo transcurrido en que la señorial casona de la avenida Reforma, quedó abandonada a la muerte del licenciado Luis Maroto, nieto y heredero universal del general español Rafael Maroto, valiente luchador por la Independencia de su país, y que en 1817 fuera vencido por el general José de San Martín, en Chacabuco, República de Chile por las guerras de independencia.
Esto lo sabía perfectamente Ulises, porque ya tenía bastante bien nutrido su intelecto bélico con todas las guerras de independencia en América, en las que aprendió a tomar partido para repudiar las acciones del invasor español. En realidad, Ulises no sólo leía los libros, sería mejor decir que los vivía, debido al apasionamiento intenso que experimentaba al recorrer las páginas de cada historia. Así como sentía profunda aversión contra todo lo que fuera ejército español, que obviamente lo consideraba como su enemigo, sentía un gran respeto y admiración por la Francia, y consecuentemente, por el emperador Napoleón Bonaparte. Celebraba las victorias de sus héroes entrando a la cocina en desfiles triunfales, iluminados con las notas de alegres marchas que brotaban de su Victrola de cuerda; se servía una comida en honor de los generales vencedores y de sus tropas glorificadas por su valor y patriotismo.
Tenía en ocasiones que aceptar la derrota a manos de ejércitos rebeldes, o de invasores bárbaros que destrozaban la paz y los derechos humanos. Entonces guardaba horas de silencio en honor de los caídos, en su mente sonaban odas a la libertad perdida y a las banderas mancilladas por la bota devastadora.
No se apresuraba, como si siguiera un protocolo militar, sabía que cada noche llegaba la hora de vivir su vida castrense, y la esperaba consciente, firme en su propósito, se preparaba para cualquier situación a la que las páginas belicosas tuvieran que enfrentarlo.
Metido ya en su cama, se sometía al peso irreverente del tomo II de “Los Rescoldos de las Guerras Virónicas”. Tocaba el turno al capítulo de La Guerra del Antimonio. Experimentó una terrible angustia cuando se enteró que los ejércitos prusianos fueron atrapados en el interior de las minas de antimonio, donde el Rey Federico Guillermo I ubicó su cuartel general creyendo que estaba bajo un total secreto. Por obra de una traición, el enemigo les sorprendió y una vez aniquilados los guardias que estaban disfrazados de mineros a la entrada de los tiros, taponaron todas las vías de acceso, sitiándolos como a ratas en su agujero.
Ulises sufrió el encierro en carne propia. Una cabeceada inconsciente en las avanzadas del sueño permitió que el librazo se fuera cerrando paulatinamente sobre su rostro. Cuando se percató de la situación es porque ya se encontraba bajo los muros infranqueables del papel frío y sofocante de la obra Carpusiana.
Sintió que se asfixiaba bajo aquel encierro, pero al igual que los soldados de Federico Guillermo I, el Rey sargento, que a pesar de las múltiples bajas resistieron hasta lograr liberarse del fatídico calabozo. Ulises logró en las primeras horas de la mañana, escapar al agobio que le tenía prisionero en la cama y reponerse de las magulladuras de la cara. Pudo así continuar a la noche siguiente con aquellas narraciones épicas, cantos bíblicos y danzas heroicas escritas en papel impenetrable, denso, de color amarillento, elaborado con fórmulas cruentas, concebidas por la sabiduría de los estrategas, macerado con la insidia de los traidores y añejado con la memoria de los caudillos. Las tintas fueron cuidadosamente elegidas, tomando en cuenta su origen; por ejemplo, la negra, que era producto de origen africano, transportada sobre espaldas esclavizadas, sudorosas de esfuerzos, doblegadas por el dolor y la rabia contenida, se usaba en los capítulos que narraban desprecios, ignominias y despojos. Muchas páginas estaban inundadas de tinta roja, color universal de la sangre; producida en cualquier momento y con toda facilidad; producto de alto factor renovable, surtida a domicilio sin requerir autorización de facultativo, ni permisos expresos, legales o patriarcales. De “Los Rescoldos de las Guerras Virónicas” Ulises aprendió, entre otras cosas, que los capítulos correspondientes a las guerras de Asia, tanto Menor como Mayor, fueron escritos con una tinta amarilla que tenía la particularidad no sólo de no diluirse con el paso del tiempo, sino que por el contrario, sostenía un intenso poder de regeneración, que hacía que con los años, se le encontrara mucho más firme y con capacidad para reproducirse hasta el exceso e inundar las páginas de otras historias con una facilidad asombrosa y con una sola filosofía: la de apoderarse lenta y pacíficamente de la riqueza del enemigo erigido como su vencedor.
Todo esto estaba comentado en la acotación que el célibe Farabundo Carpuso hace en el apéndice del primer tomo, que dedica cuarenta y ocho páginas a las “Aclaraciones pertinentes”.
A estas alturas, la vista de Ulises mostraba ya los estragos de tanta batalla librada en sus noches de lectura. En sus tantos ataques, retiradas, invasiones, derrocamientos, coronaciones y degradaciones; de crudos sometimientos y de movimientos libertarios, estados de sitio y cortes marciales.
Y cuando las líneas impresas, empezaban a desvanecerse tras largas horas de lectura, cuando los rugidos de los cañones y el galopar de la caballería empezaba a fundirse en el horizonte oscuro y lejano, entonces escuchaba como en un eco persistente y necio, las cantatas preocupantes de su abuela. “Me estoy quedando ciego —se decía— pero no es por la lectura. Es por tanta historia que ha pasado frente a mis ojos.”
Ulises sabía interpretar las tácticas de cada ejército contendiente, entendía las posiciones estratégicas, el alcance de las armas, el sabor de la victoria y el dolor de las bajas en vencedores y vencidos. Ulises pasaba noches enteras investigando movimientos, identificando la geografía marcial, clasificando las armas: fusiles, obuses, lanzas, cañones ligeros y artillería pesada.
Algunas de esas piezas dormitaban sus pesadillas en los rincones lúgubres de sus habitaciones, apuntando aun entre las barricadas de libros, por el hábito malévolo de sus propósitos. Eran su orgullo material, propiamente llamado su arsenal de campaña.
Podría decirse que la vida de Ulises era una carga difícil de sobrellevar, la razón era su continua participación en las horas más amargas de la humanidad, los conflictos bélicos. Recientemente —por causas de fuerza mayor— solicitó retirarse de las acciones en los frentes bélicos, literalmente hablando, por haber sufrido una lenta, pero irremediable afección pulmonar. Se le concedían pocas posibilidades para sobrevivirla, en base a la nula resistencia que presentaba su organismo maltrecho y anémico de toda la vida. Ulises nunca pensó que fuera a morir, sabía que su recuperación era sólo cuestión de tiempo, pues atribuyó sus males a la prolongada exposición a los humos de la pólvora y a los nauseabundos vapores emitidos por los innumerables muertos insepultos de la batalla de Waterloo, donde el General Arthur Willington, mejor conocido como el Duque de Hierro, al frente del ejercito de la Coalición europea —ingleses y prusianos— infringió a Napoleón Bonaparte una de las derrotas más célebres de la historia.
Ulises la sufrió en carne propia, pues siempre se consideró además de un admirador, un soldado incondicional al servicio del Emperador de Francia. Tal vez por esto, es que el derrumbe de su salud fue catastrófico. Y aunque nunca pudo recuperarse del todo de los males respiratorios, logró, finalmente, después de cuatro meses de librar una batalla que se vaticinaba perdida, sentarse al borde de la cama como una señal de sanación. Vio a médicos y enfermeras, ondear la bandera blanca de la rendición y logró salir del hospital. Feliz retornó a casa y pudo enlistarse nuevamente en su viaje a través de las guerras todas. Regresó sintiendo el orgullo de que su veteranía de guerra estaba siendo confirmada con su triunfo sobre la muerte, en la estéril llanura de una cama de hospital.
Sosteniendo con dificultad el librazo, que parecía hacerse más pesado esa noche, continuó viviendo las campañas de Mahoma III en Transilvania y después las de Mahoma IV y todas las luchas turcas contra Rusia, Venecia y Austria hasta llegar a las guerras de Crimea. Aprendiendo en cada página a apreciar el valor de los héroes y la fortaleza de sus convicciones. Soportando cada hora de historia, el dolor bíblico de los pulmones que desencadenaban furiosos accesos de tos.
Al final de un día de mayo, cuando los sutiles cortinajes de la noche aplacaban los últimos rayos de luz y el silencio caía pesado sobre los campos interminables. Las fuerzas del orden civil encontraron a Ulises tendido en su cama, con el tomo IV de “Los Rescoldos de las Guerras Virónicas” aplastándole la cara. La sangre que teñía la almohada estaba reseca desde hacía varias horas, posiblemente más de 48 horas, según opinión médica. El agente del Ministerio Público dio fe de la defunción, y dejó en manos del médico forense la determinación de la causa.
Nadie se percató que un arcabuz español, apoyado sobre una trinchera de libros liberaba un olorcillo a pólvora recién quemada.
Era el 2 de mayo, precisamente el día en que ciento cincuenta años atrás, el pueblo madrileño, cansado y humillado por las provocaciones de las tropas francesas acantonadas en la ciudad, se sublevaba para dar principio a la guerra de Independencia.



JORGE OSCAR MOZZINO

Nació en Buenos Aires, Argentina, el 9/2/1947. Vive desde 1999 en Bella Vista, Provincia de Buenos Aires, con su esposa Olga y sus hijos Jorge y Oscar.
Participa en el taller literario Jitanjáfora que dirige la escritora Olga Venditto en la Biblioteca Munzón de Bella Vista. Algunos de sus cuentos han sido seleccionados para conformar antologías.
Contador público nacional, egresado de la Universidad de Buenos Aires (1971), es aficionado a la música y la literatura. También disfruta de los viajes, de la jardinería y la gastronomía. Fuerte ajedrecista, actualmente es socio del Círculo de Ajedrez de San Miguel.
Ha sido funcionario del Banco de la Nación Argentina, en particular en el área Internacional, tanto en su país como en Londres, Inglaterra, ciudad donde residió diez años.


LA FIGURA
Jorge Oscar Mozzino ©

Llegó arrastrándose entre las piedras. O lo habían arrastrado y dejado allí. Cuando se despidió de su madre en la estación de tren, le dijo: No te preocupes, mamá. En unos días estoy de vuelta. Ella lo había abrazado y apretado con tanta fuerza, que ahora, en la penumbra en que estaba, apenas apoyado en una pared, recordaba vívidamente ese momento.
Le costaba respirar. Tanto, que casi no podía moverse. Esa inmovilidad le evocaba el abrazo maternal y lo hizo sentir bien. Su espíritu se llenó de calidez y se sintió transportado a los felices días en su pueblo.
Sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. La luz mortecina de una vela hedionda iluminaba el cuarto. Pudo divisar una figura, tirada también en el piso, como él. ¿Cómo habría llegado allí? ¿Quizás era de su misma compañía? ¿O de su mismo pueblo?
La figura hablaba. Él, a pesar de no entender lo que decía, le contaba que iba a hacer cuando volviera. De su mamá, que lo estaba esperando. En unos días todo iba a terminar y estarían de vuelta, triunfantes.
Con su mano derecha exploraba su cuerpo. Notó que su lado izquierdo estaba húmedo, pegajoso. No podía tocar ni la mano ni el brazo izquierdo. Cuando lo tiraron allí, le quedaron debajo, se dijo. También pensó que la descarga que lo derribó le hizo perder la noción de su contorno. Justo ahora que estaban ganando.
Cuando estiró la mano hacia donde estaba la figura, notó que el piso también estaba húmedo. Se preguntó qué clase de animales tenían allí, porque vacas no había visto.
La figura hablaba menos ahora. Su voz se entrecortaba y las pausas eran cada vez más largas. Si al menos pudiera entender algo de lo que decía. Seguramente, también tenía alguien que lo esperaba. Alguien que cuando partió lo abrazó, con tanta fuerza como su mamá. Y él también le aseguró que en unos días estaba de vuelta.
La figura calló. Trató de sacudirla con su mano derecha, pero no hubo reacción. Al rato, notó que se iba enfriando. También, ¡con el frío que hacía esos días! Si él, hasta principio de congelamiento había tenido.
¿Qué iba a hacer ahora? Se había sentido tan seguro con la figura. No había podido entender nada de lo que decía, pero no le importaba. Era su camarada.
La luz de la vela lentamente se extinguió. El pecho le oprimía cada vez más. Casi no podía respirar.
Sintió que unas voces enérgicas irrumpían en el cuarto. Tampoco pudo entenderlas. Se sumió en un profundo y final sueño. Con su último hálito de vida se preguntó: ¿de que provincia serán? No les entiendo.


LA POSADA
Jorge Oscar Mozzino ©

Úrsula sintió un sobresalto cuando lo vio llegar a la entrada de su posada.
Alto, de caminar decidido, le hizo pensar por un momento en su hijo, su único hijo, que hacía ya veinte años se había ido. Cuando ella enviudó, habían quedado en la más extrema pobreza. Su hijo decidió irse. Como tantos otros que, solos o en familia, emigraron en busca de un futuro mejor.
Ella se había quedado trabajando en la pobre posada familiar, a la que se llegaba por primitivos caminos de montaña, cerrados en invierno por las intensas nevadas. Había tenido una vida de penurias y privaciones.
Hasta allí ha llegado Hans. Con una profusa barba y gruesos anteojos. Su cabeza está cubierta por un gorro de lana que le llega hasta las orejas. Es casi la hora de cenar. Pide una habitación para pasar la noche. Trae dos valijas nuevas que le sugieren a Úrsula una buena situación económica.
Durante la cena conversan animadamente. Hans le dice que se fue hace varios años a América. Que vino para quedarse dos meses con su familia. Que nadie sabe nada de su viaje. Es una absoluta sorpresa.
Úrsula le cuenta que su hijo también se fue y que hace veinte años no ve. Que recibe cartas, pero cada vez más espaciadas. La última la recibió hace más de un año. Con la guerra el correo está seriamente afectado. Pero para ella lo importante es que le vaya bien. Aunque le gustaría verlo. Le dijo que vivía en una ciudad de Argentina, Mendoza o algo así. Si tuviera dinero le encantaría ir a verlo. Como Hans, de sorpresa.
Hans le dice que seguro le está yendo bien. Como a él, y le confiesa a Úrsula que sus dos valijas están repletas de dinero y oro. Tanto, que su familia no necesitará trabajar más por el resto de sus días. Los ojos de Úrsula brillan de codicia. Se imagina un futuro sin padecimientos económicos. Le sugiere que tenga cuidado. Que el camino está lleno de salteadores. Hace un par de años ocurrió el caso de un comerciante que fue asaltado y su cuerpo apareció al tiempo en el fondo de un precipicio.
Él le contesta que sabe los riesgos. Que por favor no diga nada a nadie de su riqueza y que mañana lo llame muy temprano para continuar su viaje.
Hans se va a dormir. Úrsula le lleva un té… para que descanse bien.
Por la noche, Úrsula arrastra el cuerpo de Hans hasta el sótano.
Vuelve presurosa. Abre el equipaje... Viejas fotos de ella con su hijo en brazos caen de la valija.


HORAS EXTRAS *
Jorge Oscar Mozzino ©

Conversa con su padre y al mismo tiempo mira a Juan, que la observa embelesado. Todos los atardeceres se repite el mismo ritual. El tren es para Juan el templo al que acude para profesarle a ella su indisimulado amor. Los ojos son el vehículo de esa pasión. Sabe que ella también siente esa irrefrenable atracción. Siempre se ubican en el mismo vagón. A veces están muy cerca y sus miradas se enlazan apasionadamente. Otras, la multitud que viaja en ese horario se interpone entre ellos, pero igual se encuentran.
Cuando en la empresa le ofrecieron hacer horas extras estuvo a punto de no aceptar. Quería tener más tiempo libre para él. Ahora se felicita por su decisión.
El viaje desde Retiro le resulta tan corto que cree que ese es el motivo por el cual no intercambia palabras con ella. Ni siquiera lo intenta. Además de su timidez, la presencia del padre es un poderoso disuasivo. Cuando está cerca de ella se esfuerza por escuchar la conversación. Sabe que tiene una hermana, Graciela. Que viene de la facultad. Que estudia Diseño Gráfico y que está buscando trabajo.
Algo lo sobresalta. Ella le dice a su padre que terminó el cuatrimestre. Ahora le queda rendir los finales. No sabe en qué fecha y horario serán.
Se le ocurre seguirla para averiguar dónde vive. Bajan en Bella Vista. Juan detrás, a prudente distancia. Por un momento los pierde de vista. Es tanta la gente que viaja a esa hora. Pero no, ahí van los dos muy tranquilos. Ella con esa espléndida solera con flores amarillas que tan bien le queda. Entran en una verdulería y salen con dos bolsas muy cargadas. En la esquina doblan a la izquierda. Caminan tres cuadras y, finalmente, se detienen frente a una casa. Apoyan las bolsas en los pilares bajos, para abrir la puerta. Atraviesan el jardín del frente. Juan apura el paso y cruza frente a la casa observando con disimulo. Ella gira la cabeza y advierte su presencia. Sus corazones laten con frenesí.
Camino a su casa define un plan. El sábado a la mañana irá a verla. Le dirá que siempre se encuentran en el tren. Que vive cerca. Que siempre pasa por ahí. Que de casualidad la vio entrar… No, mejor le dirá que está perdidamente enamorado. Que desde el primer día no deja de pensar en ella.
Toca el timbre. Espera. Su cabeza bulle con palabras y frases. Ansioso, vuelve a tocar el timbre. Se imagina que no hay nadie. De repente se abre la puerta y aparece ella.
Molesta, le pregunta que quiere. Él no sabe que decir. Los ojos de ella, siempre tan profundos y cautivantes, ahora son fríos como un témpano. Las cosas no fueron como lo había previsto. Avergonzado, da media vuelta y se va. Su mundo se derrumba. Una y mil veces se reprocha ser tan ingenuo.
Dentro de la casa, ella le pregunta a su hermana gemela: Graciela, ¿quién era?

* Publicado en revista Biblios de la Biblioteca Historiador Munzón, Bella Vista, Provincia de Buenos Aires, Argentina.



LÁZARO DAVID NAJARRO PUJOL

(Santa Cruz del Sur, Cuba, 1954). Licenciado en periodismo, periodista de la Agencia Informativa Latinoamericana Prensa Latina.
Escritor. Autor de los libros Emboscada (Editorial Ácana, 2000), Tiro de gracia (Editorial Ácana, 2000), Sueños y turbonadas (Editorial Alaleph.com, 2007); Nuevo periodismo radiofónico (Editorial Pablo de la Torriente Brau, 2007); Periodismo y realización radiofónicos (Editorial Adeuno.com, Argentina, 2010) y Reina de las Antillas: Una excursión por el tiempo (Latin Heritage Foundation, 2012).
Miembro del Consejo Editorial de las Publicaciones Científicas del  Centro de Investigación de las Ciencias Turísticas de la Universidad de Especialidades Turísticas (CICTUCT), Quito, Ecuador, e investigador adscrito honorario de esa institución.


EL INOCENTE
(de Tiro de gracia)
Lázaro D. Najarro Pujol ©

Por fin llegamos al central Francisco. El camión se detiene en el cuartel. Nos bajan y nos meten a los tres en un calabozo.
Amanece. Continuamos en la celda. Tío ve pasar a un teniente que le es conocido. Es jefe de operaciones en Rodas y estuvo detrás de nosotros allá en Cienfuegos. Panchito lo llama:
—Venga acá, teniente. ¿No se acuerda de nosotros?
El hombre se sorprende. Abre la reja y entra al calabozo.
—Muchachos, ¿qué hacen ustedes aquí? ¡No puede ser! ¡Qué pequeño es este mundo!
—Estamos condenados a muerte.
—Y mira que los he buscado a los dos...
—Bueno, teniente, ¿qué usted cree de nosotros?
—Nada. Ahora sí no se escapan. Además, yo no hablo más con ustedes porque me van a embarcar.
El teniente se retira sorprendido.
Prosiguen las visitas. Nos interrogan nuevamente.
—¿Quién los sacó a ustedes del monte?
Me quedo pensativo unos segundos: “A nosotros nos sacó del monte un alzado conocido por Muerdeihuye, de aquí del Francisco, pero está ahora con los rebeldes, así que no hay problemas.”
—El que nos sacó se llama Muerdeihuye —respondo.
El sargento, un mulato fuerte, se vira para el oficial y le dice:
—¡Óigame, teniente, déjeme ese caso a mí! ¡Ese hijo de puta fue el que me llevó la hija y yo me encargo de traerlo pa’ acá! Él es mi yerno. Si lo cojo lo voy a fusilar yo mismo.
“No sé dónde este tipo lo va a buscar, porque Muerdeihuye está alzado.”
Al poco rato regresa el sargento y trae a un muchacho de la misma figura de Muerdeihuye: un muchacho prieto, bajito y fuerte. Le abre la reja y lo tranca con nosotros. No le dice nada. El muchacho se sienta en un rincón, al fondo del calabozo. Estoy sentado en el otro extremo, a la entrada de aquella celda, en el otro extremo, junto a Plaza y Panchito. Lo llamo:
—Venga acá, muchacho. ¿Cómo te llaman? ¿Qué edad tienes?
—Alipio Carrillo Zamora. Tengo veintiocho años.
Le pregunté que hacía aquí. No sabe. Nos cuenta:
—Me trajo ese sargento hijo de puta. Yo trabajo en la fonda de Adolfina Martínez, La Mexicana. El sargento iba ahí a comer, pero no pagaba. Entonces la dueña de la fonda me orientó que si venía de nuevo no le diera más comida hasta que no pagara. Ese día el sargento fue a la fonda. Le dije:
—Mire, sargento, dice la mexicana, la dueña de la fonda, que hasta que usted no le pague la cuenta no le puedo servir más.
—Bueno, esta bien. Yo me voy. Después yo le pago la deuda.
El sargento no dijo nada más, se fue, pero al rato regresó y me llamó. Yo estaba aún en la fonda de la Mexicana.
—¡Oye, Negro, ven acá! Estoy aquí para pagarte la comida que te debo, pero el dinero está en el cuartel. Vamos conmigo al cuartel.
Y mira lo que hizo: el sargento me metió preso aquí, en el calabozo.
Los tres escuchamos atentos toda aquella historia.
“No creo que por esa causa el sargento le haya traído para acá. Debe haber algo más”, pienso.
—¿Sólo por decirle que tenía que pagar la cuenta, el sargento te metió aquí? No puede ser. Debe haber otro problema.
—Bueno. Ese fue el motivo. Pero él esta enamorado de mí novia. Ella es la hija de la dueña de la fonda. Parece que estaba buscando un motivo para vengarse.
—¡Qué hijo de puta es ese sargento! —digo y le recomiendo al muchacho—. Mira, habla con esta gente, que te saquen de aquí, porque a nosotros nos van a matar y si te quedas aquí, te van a matar también.
—¡Qué cabrón! Yo no he hecho nada, ni un carajo.
El muchacho conoce a los guardias del cuartel. Ve pasar a uno y lo llama:
—¡Oye, ven acá!
Llama a todo el que pasa por la celda pero no le hacen caso.
Un guardia nos trae el almuerzo: arroz blanco, bistec y potaje de frijoles caritas. Panchito me dice:
—Tengo tremendas gana de fumar. Cuando pase un guardia le voy a pedir un cigarro.
No le dieron el cigarro.
Vienen por nosotros. Nos esposan. Esposan al muchacho. Todos los guardias están en el patio interior del cuartel. Nos montan en un auto. Alipio, con los ojos fijos y vidriosos, se dirige a uno de los guardias.
—Hazme un favor. Dile a la gente mía que yo voy a morir, pero que no tengo nada que ver con los rebeldes.
Es 8 de octubre. La máquina sale del cuartel del central Francisco a la una de la tarde. Es conducida por el cabo Eusebio Pérez, viajan también el teniente Alejo Pío y el sargento Luis Cervantes, todos con armas largas. Ellos van delante y los cuatro prisioneros vamos detrás. Está lloviendo copiosamente. Nos sigue un jeep con ocho casquitos. Vamos hacia Guáimaro de nuevo. Llegamos al pueblo y doblamos a la izquierda rumbo a Camagüey.
Nos preguntamos “¿A dónde vamos?”; cogemos la carretera de Santa Cruz del Sur. El cabo sintoniza la radio. Se transmite el juego final de la 55 Serie Mundial de Grandes Ligas. Se enfrentan los Yanquees de Nueva York y los Bravos de Milwaukee 8. Los esbirros comentan las jugadas y nosotros nos unimos a las opiniones. Llegamos al camino del central Macareño. El terraplén está en muy mal estado. Hay pequeñas lagunas como consecuencia de las lluvias. La marcha se hace tensa.
El motor del auto se apaga con el agua. Medito: “si nos dan una oportunidad nos fugamos”.
—¿Ustedes quieren que los ayudemos a empujar? —le digo.
—Estaremos nosotros locos —responde el teniente.
Los casquitos que vienen en el jeep se bajan y empujan la máquina hasta que arranca. Dos, tres, cuatro veces se repite la operación. Nos conducen ahora al puesto de la Guardia Rural de Macareño.
Las manecillas del reloj indican las 9 de la noche. Nos bajan del carro y nos encierran en un calabozo pequeño. Se persona un sargento, el Jefe del Puesto de la Guardia Rural de Macareño. Escucho cuando el teniente le explica al jefe del puesto:
—Mire, sargento, a esta gente la envía el coronel para que los maten. Te ordena que vayas ahí donde ocurrió la emboscada y los mates, y que parezca que murieron en un encuentro entre el Ejército y los alzados que están en San Miguel.
—No, no. Tú estás equivocado, teniente. Además, todo eso ahí está lleno de rebeldes. Yo de noche no me meto por ahí Ya aquí, en mi territorio, ha habido muchos muertos. No quiero ni un muerto más. Si el coronel lo dice, usted es quien tiene que llevarlos a San Miguel y los mata.
—¡Oiga! Es una orden del coronel. Yo se los dejo aquí y usted se los lleva para allá y los mata.
—Usted es bobo, ¿cómo piensa que me voy a meter en territorio donde están los rebeldes? Usted le dice al coronel que en mi territorio no quiero más muertos. Así que se los retornas para allá.
—¿Qué se los lleve al coronel?
—Aquí no los quiero. Pero además, en mi territorio mando yo.
—Ah, está bien. Yo se los voy a llevar al coronel y le voy a informar que usted desobedeció la orden.
—Diga y haga lo que quiera. Pero aquí no quiero más muertos, porque a esa gente se la ha entregado el coronel y es usted quien los tiene que llevar a San Miguel y matarlos.
—Arriba, muchachos, saquen a esa gente y vámonos, que regresamos pa’ Camagüey.
Abren las rejas y nos sacan. Se monta con nosotros en un carro, un civil. Por dentro de la camisa porta una pistola. Tomamos el camino inverso.
Me pregunto, mientras el auto avanza por aquel depauperado camino: “¿Nos irán a fusilar en el mismo terraplén? ¿Iremos de nuevo para Camagüey? ¿Nos matarán en medio de la carretera? ¿Cómo será esto? ¿Qué nos irá a pasar? ¡Vamos a ver si esta gente se decide y no nos matan! Tengo la esperanza de que podamos sobrevivir. Si estos guardias estuvieran decididos a matarnos ya hace rato que seríamos cadáveres”.



FRANCISCO ALBERTO CHIROLEU

(Rosario, Argentina, 1950). Maestro normal nacional y maestro de música. Creativo publicitario, fotógrafo, webmaster, redactor freelance. Poeta. Editó la revista literaria El Vidente Ciego de 1971 a 1976. Participó en los encuentros de poetas de Villa Dolores, Córdoba, en 1973, 1974, 1978 y 1980.
Publicó El reloj de humo (Rosario, Edic. EVC, 1974), Memoria de la estación de las lluvias (Rosario, Edic. EVC, 1976). Colectivamente en: Antología de Poetas Argentinos (Fondo Editorial Bonaerense, 1981), Escritos documentales (Movimiento Argentino de Documentalistas, 2004), El verbo descerrajado (Santiago de Chile, Ediciones Apostrophes, 2005), en la presentación virtual bilingüe Obras de escritores argentinos, organizada por APOA, asociado a la SEA (Viena, 2008), Blues del Desarmadero (Rosario, Lexia Ediciones, 2011). Asimismo, publicó en diversos diarios y revistas literarias, tanto impresas como virtuales. Sus poemas han sido leídos en radios locales, musicalizados e ilustrados por diversos artistas plásticos, además de traducidos al catalán y al italiano.
Ha sido jurado en varios concursos (mención poesía y relato documental). Coordinó la sección literaria de “Todo Río” (1981/1982) y de “Lo mejor de Rosario y su gente” (1982/1983), ambas en Rosario. Participó en numerosas mesas redondas, disertando sobre temas afines al universo poético.
Desde 2001 es editor responsable del portal de poesía Lexia.


INQUIETUDES
Francisco Alberto Chiroleu ©

El tiempo carcome
irreproducibles vitraux
con su ácido smog.

Hunde Venecias
transforma frescos renacentistas
en curiosas manchas de humedad.
Esfuma los originales rostros
de las cariátides del Partenón.

La ciencia
esa bastarda amante de Hiroshimas
organiza comisiones de rescate.
Entrecruza datos
Inventa técnicas.

Algo recupera…

No podría
delimitar un misterio:
por ejemplo
qué asentamiento
lugar
o espacio
ocupa un desaparecido.


CLOSE UP
Francisco Alberto Chiroleu ©

El sonidista ha callado los violines.
Sin maquillaje los primeros actores
no hacen suspirar a nadie.
Las cámaras no insinúan travellings imposibles.
El utilero apagó la máquina de niebla.

En lúbricos descapotados
jóvenes desparpajados van en busca
de cerveza y primeras planas policiales.



Crepitan en el estudio los reflectores al enfriarse.
El Stenway & Sons contrae
y despereza su maderamen.

Un extra rescata una lentejuela perdida
y la regala a un interesante
par de ojos castaños de vaqueros ajustados.

Lejos de las ópticas implacables
y de la temperatura color.

AHORA
Empiezan a lucir
sus sonrisas verdaderas.


POEMA XX2
Francisco Alberto Chiroleu ©

La luz de la luna entra sin pudores
por el abierto balcón.
Afuera los innumerables rostros de la noche.
edificios, árboles, alumbrados distantes.
Casi sin gritos ni autos
la calle es una perfecta desconocida.
Como esa mujer que se fue hace tanto tiempo
y que duerme en la mitad de la cama vacía.
Ese hombre no quiere más dormir solo
en su mitad —la otra mitad del desamparo
se niega el derecho a dormir.
Simplemente acostarse
y sentirla respirar es un golpe bajo.
Él también se fue hace mucho tiempo
tanto
que no sabe cómo ni para qué
ni si vale la pena volver.


PODRÍA PASAR
Francisco Alberto Chiroleu ©

Esos contornos luminosamente tristes
esconden retoños de viejas risas.
Cuelgan manos grises de árboles secos
florecen  en momentos bisiestos.

(se deslizan por los muelles
Dejando esquelas sin remitente)

Es más lenta la noche
cuando lloran las gaviotas.

En la ventana sur
antiguos caireles recrean
arco iris movedizos
con la brisa de la tarde.

Tus ojos no se encuentran con los míos.

Solo queda
irse con tres pobres trapos
dejando la llave en la puerta.
Cuando reaparezca el sol
en esta parte del mundo.
Seguro.
No nos echará de menos. 


BARCO AL SOL
Francisco Alberto Chiroleu ©

Estoy sentado junto al río,
Hace frío, los pescadores se mueven ansiosos
esperando el pique de un gran pez,
que la mañana empiece a tener gusto.
Pasa un carguero vacío
sube indolentemente
hacia su destino rutinario.
Tal vez sus tripulantes quieran hablar
en un día brumoso como hoy.
Yo también quiero hablar, tengo un celular,
pero nadie sabe mi número.
Yo tampoco sé los números de los del barco.
Ahora… ¿de qué hablaríamos?
Saludos gastados de finales de año,
lugares comunes y vuelta al silencio.
¿Qué podría decir, que quiero viajar,
hacer ese trabajo?
Dirán que estoy loco, que quieren hacer el mío,
dormir con una mujer todas la noches, aunque gruña
y tenga mal aliento a la mañana.

Comunicación es solo una palabra vacía.
Seguimos siendo números día y noche.

La realidad es un hombre solo
que mira pasar un barco.
La vida le propone una vez más su ruleta rusa
y todas las balas tienen el nombre de esa mujer.


EPITAFIO DE ENERO
Francisco Alberto Chiroleu ©

Vulcanizan los vapores del asfalto
mis pulmones en la soporífera
y pegajosa tarde
sin registrar rostros nuevos.

En las vías muertas duermen
perros y linyeras
con el mismo aire de fracaso.

Mientras la ciudad despide
otro siglo de injusticias
reconstruyo mi muerte
como una imagen absurda.

La diaria rutina
comparte mis penas
con solares cercanías.

Allí lejos
como un susurro del viento
imagino
que alguien
comparte
mi tristeza.

Nota: Los presentes poemas pertenecen al libro “Blues del Desarmadero” (Rosario, Lexia Ediciones, 2011).



ULISES VARSOVIA

Nació el 2 de julio de 1949 en Valparaíso (Chile), cuyo mar y sus tempestades —afirma— marcaron definitivamente su persona y su poesía.
Estudió varias asignaturas humanísticas, y trabajó en tres universidades, tanto en historia como en historia del arte, al mismo tiempo que escribía poesía. En 1985 salió a doctorarse a Alemania y. como su mujer es suiza, pudo trabajar y quedarse en San Gallen (Suiza), ciudad en cuya universidad hace un par de lecciones.
Ha publicado veintiocho títulos de poesía, cinco de ellos en Chile, y tres dedicados a Valparaíso, el último: Hermanía: La Hermandad de la Orilla, en Apostrophes de Santiago (www.apos.cl). El libro más antiguo que ha publicado es Jinetes Nocturnos, de 1974, pero tiene otros inéditos más antiguos. En 1972 publicó un cuadernillo, Sueños de Amor, que circuló sólo entre amigos.
Le han publicado más de setenta revistas de literatura de todo el mundo, en varios idiomas, y repetidas veces, y está en numerosas páginas web.
En agosto de 2006 salió a la luz en Sevilla, España, su libro de poemas Anunciación. Ángeles y Espadas, publicado por la Asociación Cultural Myrtos. Esta misma entidad acaba de publicar su Antología Esencial y Otros Poemas (1974-2005), que incluye dos poemas de cada poemario publicado, es decir, cincuenta y dos poemas "esenciales", y tres poemas de doce libros inéditos, lo que hace un total de ochenta y ocho poemas. Lo último aparecido es Vientos de Letras, también antológico, en colaboración con el poeta andaluz Alexis R., editado por Myrtos.
De los poemarios publicados, sobresalen Jinetes Nocturnos (1974/75), Tus náufragos, Chile (1993), Capitanía del Viento (1994), El Transeúnte de Barcelona (1997), Madre Oceánica, Valparaíso (1999), Mega-lítica (2000), Ebriedad (2003) y la Antología Esencial.
Su nombre verdadero es Alfonso Krieger Velasco.


ALARIDO
(de Pasto de las llamas, 2008, inédito)
Ulises Varsovia ©

Asomado al abismo
de las edades del hombre,
armado de espejo y bastón,
de linterna, utensilios de piedra,
y un monóculo engastado
en el ojo de la distorsión,
en el ojo de tristes lágrimas…

¡Cómo te pareces a ti mismo,
singular vástago del desvarío,
depositario de todas las taras
de la primera bestia locuaz!,

¡qué idéntico a tu primigenio
antepasado hurgando en los huesos,
hurgando en su raíz amarga,
precipitándose en la alienación!

Desde el desamparo existencial
en el alarido desgarrador
de la orfandad genética,
en el pánico del corazón
bajo el brillo relampagueante
de las estrellas premonitorias,
y pasando por la lobreguez
del espíritu en el desarraigo
silvestre de las tablas de la ley,

¡cuánto te conozco, hijo de nadie!,
¡cuánto te amo y te compadezco
atascado en la cruel dualidad
de noble materia prístina
y mugre de la luz equívoca!

El desvarío tu báculo ciego,
y desde el abismo de tus edades
un alarido de bestia herida
reproduciéndose en mi garganta.


ANUNCIACIÓN
(inédito)
Ulises Varsovia ©

Un ángel de niebla y ceniza
viniera a mí en el atardecer
con su muda voz sacudida,
y abriera desmesuradamente
sus ojos sin dimensión,
sus ojos vacíos navegando.

Viniera en el atardecer
hasta mi distante ventana,
y sacudiera su voz
de áfonas sonoridades,
de áfona intemperie tonal,
al tardío atardecer,
envuelto en insondable niebla.

Y me mirara con sus ojos
inalcanzablemente lejanos,
errantes por la interioridad
de mis criaturas inconsolables.

Un ángel de niebla y ceniza,
un ángel de despiadada mudez
frente a mi remota ventana,
con sus labios inútiles llamando,
irreconociblemente mío.


CLARIVIDENCIA
(de Indumentaria, inéditos)
Ulises Varsovia ©

Clarividencia cristal,
cristalina clarividencia
la poesía
envuelta en túnica talar,                                                                   
huidiza en cadencias
de fugaz melodía.

Lámpara luminosidad,
lámpara luz esplendente
encendida
de misterio oracular,
fluyendo a torrentes
y apenas asida.

Toda su virtud llamear
de desnuda claridad
ofrecida,
y su vuelo parpadear
con alas celeridad
sólo sentidas.

Ráfaga luz incendiaria,
ráfaga lumbre de astros
adormecida
en el espejo del agua,
roto si la sed sus labios,
o apenas decirla.

Clarividencia cristal,
diáfano río sonando
la poesía,
y su veloz parpadear
en tu ansiedad un resabio
de melancolía.


CRISÁLIDA DEL CANTO
(de Racimos, 1998, inéditos)
Ulises Varsovia ©

Agonizante al borde
de terribles enfermedades,
acosado por bestias
de extinta prosapia,
íntegro en la desnudez
del escalofrío nocturno,
heredero de todos los sueños
de los poetas rotos,

hermanos, escuchad el agua,
oíd la gota milenaria
edificar en el tiempo
su catedral de dintel bruñido,
mirad la cariátide de sal
relampaguear su parpadeo
de alas hacia la congregación,
inmóvil en su lentitud.

No toquéis, no toquéis la flor
preñada de sangre vegetal,
no toquéis la corola
fosforescente de polen,
grávida de fuerza terrestre.

Porque podríais morir
si vierais la intimidad del agua,
morirían vuestros ojos
si sorprendieran de pronto
la crisálida del canto,
majestuosa en su desnudez.



DANIEL ANTONIO SPINATO

Nació en 1954 en Puerto Belgrano (Provincia de Buenos Aires), Argentina. Actualmente reside en la ciudad de Ushuaia (Tierra del Fuego). Autodidacta por naturaleza e investigador permanente, se ha formado además como psicomotricista y personal trainer universitario.
Su trayectoria como escritor incluye la publicación de más de un centenar de artículos para diarios y revistas. En cuanto a libros publicados se pueden mencionar: Nippon Karate do Itosu Kai. Historia y técnica (1987); Itosu Ryu. De Ankoh Itosu a Ryusho Sakagami (Editorial Utopías, 2004), primer libro en español sobre un tradicional estilo de karate, prologado por la máxima autoridad mundial, con sede en Japón; Pensamientos de un artista marcial (Planeta / Martínez Roca, 2005), ensayo sobre la filosofía y espiritualidad propia de las artes marciales tradicionales; La raíz de la sabiduría (Ed. Utopías, 2009), ensayo sobre filosofía de la vida cotidiana y un recorrido sobre los distintos aspectos del propio mundo interior; Guerreros (Ed. Utopías, 2013), un viaje por el mundo a través de las artes marciales y un estudio de los aspectos geográficos, históricos, filosóficos y técnicos de artes de combate de 33 países; Síntesis de las estructuras gramaticales del idioma japonés. Nivel Inicial N5 (Ed. Utopías, 2013), una obra clara, sencilla y amena para iniciarse en el estudio de la lengua japonesa.
No adepto a ser encasillado en un género literario específico, sostiene que un escritor en línea con su imaginación creativa debe seguir los dictados de la mente y el corazón. En consonancia con ese pensamiento, tiene preparado el siguiente material aún inédito: El Secreto de Shurik (cuentos y relatos); Requiem para un poeta (poemas); Vocabulario del idioma japonés, bilingüe, japonés-español y español-japonés, con miles de vocablos y frases, con ejemplos de uso cotidiano.
Apasionado por el arte y la cultura oriental, particularmente la nipona, ha viajado a Japón en varias oportunidades. En su último viaje permaneció durante tres meses en Tokio para adquirir más conocimientos sobre la cultura tradicional de ese país. Paralelamente a su actividad como escritor, se dedica a la enseñanza de artes marciales e idioma japonés.


TIERRA INDÓMITA
Daniel Antonio Spinato ©

Para el que caminó la estepa,
y miró a lo lejos sin ver nada.
Para el arriero solitario,
de mejillas rojas de intemperie.
Para el huraño zorro, habitante
del pasto ralo y lejanía deshabitada.
Para el avizor dueño de las cumbres,
y la reina de los mares, cansada,
de cientos de miradas curiosas.
Para el viento cazador, de almas
bravas e insaciables, moradoras
de cuerpos curtidos por las heladas.
Para los óbitos, que terminaron en fosas
perdidas en la inmensidad de la nada.
Para los ajenos, de grandes feudos
con tierras compradas fácilmente,
colmados de rebaños gordos
y gran esquila preparada.
Chaparrales grises y torcidos,
árboles convertidos en piedra
y bosques que estallan de verde,
se codean con ríos que menean su soledad,
calmando una sed perpetua
entre pueblos que no se arredran.
Patagonia, manantial surgente
de savia y expiración,
hielo eterno y pedregal,
costa de mar y montaña,
silencio y soplido,
apenas definen tu suerte y condición.
En tus archivos guardas la memoria de mi país,
de ignotos indios fieramente extirpados
a falsos patrios sin escrúpulos,
que sin miras ni pesar,
tan solo a discreción
así no mas, te destazaron.
De los verdes que te compraron
y los desteñidos que te vendieron,
eres lo que somos y somos lo que eres,
tus oídos llenos de intención y promesa
y tu estómago vacío,
de obras concretas y cosas que no se hicieron.
Llevas la aspereza en tus genes,
y en la aridez de tu vientre,
con clima rudo y corazón vivo
nutrido de sangre nueva,
gesta y madura la semilla
de un pueblo ávido y urgente.
Ayer tempestuoso y presente inquieto.
De cielos vastos e interminables llanuras,
de venidos de todas partes,
de vivos y muertos,
y de pretendidos reyes
se jactará tu historia futura.
Patagonia, historia triste,
de choques y retretas
de enseñanzas perdurables
y experiencias memorables.
Patagonia, olvido hecho carne,
en la evocación del poeta.


POEMA DEL ARTISTA MARCIAL
Daniel Antonio Spinato ©

Hombre o mujer de las artes marciales,
enfrentado a tu oponente,
¿acaso nunca imaginaste moverte con la agilidad de un felino,
 la gracia indecible del vuelo del águila o el sigilo de la serpiente?
¿Pensaste tu cuerpo flexible como el bambú y resistente como el acero?
¿Te viste generando el poder devastador del agua,
mientras te acomodabas a los movimientos de tu adversario,
como el natural elemento se amolda al recipiente que la contiene?
¿Cómo?…
¿Que eres apenas un ser humano?
¿Que la torpeza de tu cuerpo te limita?
Pues entonces, comienza a entrenar y a sentir el dolor del trabajo,
no basta pensar tu cuerpo como el bambú o el acero.
Tienes que ser bambú y acero,
no es suficiente parecerte al felino, al águila o la serpiente,
tienes que ser ellos.
No te veas con el poder del agua,
solo sé agua.
Si has experimentado esos sentimientos,
si has sentido el clamor de los músculos doloridos,
si el sudor baña tu frente y empaña tu visión,
si tu cuerpo grita, ¡suficiente! y tu mente, ¡no te rindas!
y decides continuar,
vas camino a lograr la sabiduría del dragón,
a elevar la gracia de tu espíritu,
a vaciar de maldad tu corazón,
a estar en armonía con el universo,
y así, quizás, te conviertas en un artista marcial íntegro, honorable.
Habrás, de esta manera, superado lo que otros no pudieron,
habrás crecido de verdad,
y, trascendiendo eternamente por las huellas de tus acciones,
tu espíritu enaltecido
hará honor a la memoria de los maestros.


ARMONÍA
(fragmento de la obra La raíz de la sabiduría)
Daniel Antonio Spinato ©

            Si uno fuera realmente agudo en la valoración de la cotidianeidad, se daría cuenta que más allá de tropiezos e infortunios, la vida suele poner a nuestro alrededor una infinita cantidad de momentos de agradable disfrute, lo único que sucede, es que la mayoría de las veces ni siquiera nos apercibimos de ello.
            Una tabla de madera,
            Un cuchillo,
            Unas cuantas verduras frescas recién lavadas,
            Un ventanal,
            Las primeras luces nocturnas de un sábado,
            Un poco de música suave,
            Dos copas de vino,
            Una esposa,
            Una hija,
            Y los pensamientos cruzando mi mente, suaves, ligeros, sin prisa y sin pausa, uno tras otro sin detenerse. Corto ajíes, ajos, cebollas y otras tantas hojas verdes. Miro a mi pequeña hija como juega, entretenida, dando forma a su incipiente mundo interior, medito sin meditar, estoy simplemente aquí y ahora, mushotoku (sin meta ni espíritu de provecho). Vivo el momento presente.
            Me doy cuenta que muchas veces no lo logro y por ello, siento la obligación de recordarme permanentemente que en las pequeñas cosas de la vida están los grandes secretos de nuestra existencia. Sólo debemos aquietar un poco el convulsionado intelecto para descorrer el velo que nos cubre y dejar entrar el soplo de una suave brisa que disipe la neblina en la que, más de una vez, solemos estar inmersos.



SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES
Nº 63 – Diciembre de 2014 – Año V
ISSN 2250-5385
Exp. 5199589 del 21/10/2014, Dirección Nacional del Derecho de Autor

Propietario y Director: Héctor R. Zabala
Av. Del Libertador 6039 (C1428ARD)
Ciudad de Buenos Aires, Argentina
(currículo en Suplemento Nº 56)



Corrección general:
Noelia Natalia Barchuk Löwer
Resistencia (Chaco), Argentina
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 13)



Ilustración de carátula y emblema:
Mónica Villarreal
Monterrey (Nuevo León), México /
Scottsdale (Arizona), Estados Unidos
monvillarreal@hotmail.com
 @mon_villarreal
(currículo en revista Realidades y Ficciones Nº 17)



SUPLEMENTO: http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com/

"Realidades y Ficciones"
Mónica Villarreal (2014)
(acrílico y óleo sobre papel-lienzo, 30 cm x 30 cm)



1 comentario:

  1. Buenas noches, ¿Todos sus autores son reconocidos? ¿o tan ilustrados? ¿No hay un espacio para quienes quieren iniciar o no tienen tales formaciones académicas?

    Gracias, ¡muy buenos relatos!

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